sábado, 18 de mayo de 2013

El eterno encuentro postergado

Un día mi abuela me prestó libros. No había ocurrido antes pero tampoco llamó especialmente mi atención. Solo me interesó uno por su hermosa edición empastada, pero de todos modos estaba centrada en otras cuestiones, monetarias por ejemplo, que me hicieron aceptarlos a modo de cortesía, fingiendo un interés que desapareció en cuanto salí de su casa. 
Ellos quedaron eternamente en mi estantería. Me mudé al norte y quedaron eternamente en Santiago. Viajé al tiempo y aproveché de buscarlos (esos y muchos otros, que las pocas maletas en el primer viaje me habían imposibilitado el traslado) para quedar nuevamente eternos en mi estantería. 
Acumularon todo el polvo acumulable en otros dos años, hasta que en una clase de la universidad me hicieron leer a una francesa posmo bastante simpática. Me interesé, y mientras revisaba uno de sus ensayos leí una referencia a otra autora cuyo nombre me pareció de inmediato conocido, porque lo recordé en ese hermoso libro empastado que seguía acumulando tiempos. 
Y entonces, no podía ser de otro modo, lo leí. 
Era "La gata" de Colette.


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