La muerte ya estaba
aburrida. Siempre le pasaba lo mismo. Noche tras noche despertaba de su breve
descanso entre un turno y otro de asesinatos y muertes con la misma rutina.
Primero despertar, luego echar una repasada al techo de su sencillo y tenebroso
espacio personal denominado habitación. Después, estirar los brazos hacia al
frente y levantarse cual zombi de película gringa barata. Bajar las piernas y
levantarse aún con los brazos como antes. Descenderlos al caer en la cuenta de
que no es un zombi y caminar en dirección a la puerta derecha, porque la
izquierda no es más que la salida. No observa el polvo reinante del lugar, tampoco
le afecta. Abre la puerta y la luz al interior se enciende. Entra directo al
espacio blanco ya no tan blanco y se acerca con el mismo paso flojo hasta su
reflejo, el espejo. Un rectángulo amplio sobre un lavamanos ya entre verde y
negro que goza de pureza entre la contaminación. El único espacio impoluto,
casi sagrado.
La muerte se mira
con su no mirada, porque donde deben ir sus ojos se ubican dos pozos negros sin
fondo. Dos círculos perfectos desde donde debería ir cada ceja hasta el
comienzo de los pómulos. Una negrura infinita que no da espacio a emociones. O
quizás sí, y solo a malas seguramente, lo que explicaba que fuese una sonrisa o
malicia, el gesto que plantaba en su cara siempre se malentendía. Único en su
especie y sin otra referencia, la Muerte se torturaba con la idea de lograr
demostrar emociones a través de la única parte del cuerpo que consideraba ideal
para expresar su intención sin palabras. Lo había leído muchas veces, “los ojos
son el reflejo del alma” o algo así ¿Y cómo mierda mostraba su alma si no tenía
ojos? Y es que ni párpados, porque los ciegos sí podían, pero él ya había
intentado imitarlos y nada... cada ser humano con el que intentaba comunicarse
de buenas a primeras salía corriendo despavorido. La tecnología también le
había presentado otras y desesperanzadoras posibilidades, e intentó con unas
gafas con pantallas en cada vidrio que mostraran ojos en distintas situaciones
según su estado anímico, copiado de unos juguetes de moda entre las niñas en la
navidad pasada, pero terminaba espantando aún más. Imposible pensar en alguien
cuerdo con algo así puesto.
No quedaba de otra.
Luego de 30 minutos jugando con todos los músculos de su rostro, sale del
espacio para tomar su instrumento de trabajo, y con ahora pasos fuertes y secos
llega hasta la puerta izquierda, gira de la manilla y abre. Otra vez saldría
solo a asustar.
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