Su casa estaba
ideada para soportar esta clase de situaciones. El primer piso tenía los
espacios comunes, y el segundo, las habitaciones individuales y el cuarto de
baño. Las piezas se encontraban seguidas, unidas por una pared intermedia que
imposibilitaba el aislamiento de la central donde dormía quien complicaba la
pseudo pacífica situación familiar. El joven, dos años mayor que ella, había
perdido el camino desde que su padre comenzara con sus idas y venidas casi
naturales. Andrea lo asumía con la tranquilidad necesaria, porque sabía que si
reflexionara igual que su hermano, sería ella la que seguramente estaría al
centro del hogar. La sangre goteaba del brazo de su hermano mayor desde un
corte perpendicular. “Ha sido para llamar la atención”, pensó, y juró que se
burlaría en su cara cuando una nueva marca en su muñeca apareciera. Pero no era
el momento, y a falta de unos padres que por trabajo se encontraban ausentes,
fue ella la que tuvo que tomar la toalla y presionar hasta que lo terrible
terminara. La sangre no le molestaba, pero no quería soportar con la actitud
inmadura de alguien que tendría que ser su soporte, su pilar. Ese era el motivo
por el cual esa casa no podía cumplir el rol de protección y descanso. Parecía
que el confort que siempre esperaba sentir al entrar día tras día desde la
pesadilla llamada “mundo exterior” se volaba a través de las ventanas abiertas.
Así que ahí estaba, siendo el apoyo para ese mar de lágrimas autoculpables
luego de un día especialmente agotador.
Ahora que lo
pensaba, ni la casa apoyaba a ese hermano suyo. No hacía que sus padres
llegaran ni que la sangre no manchara. Solo podía significar una cosa: ese
lugar tampoco la quería.
Tras todas las
lágrimas y el agotamiento de la pérdida que ya se había estancado por suerte,
Andrea ayudó al suicida a recostarse en la cama para que durmiera un montón. Lo
arropó con las mantas y no se dirigieron palabra alguna, lo que ya sucedía
desde la segunda vez que esta situación se había repetido.
Salió de la
habitación y no cerró la puerta, cuestión que era regla. Bajo las escaleras
lentamente y sin hacer ruido. Pasó por el baño para lavarse las manos, la
cocina que no preparaba nada, el comedor que solo se ocupaba los fines de
semana, el salón de estar que se mantenía impoluto incluso los días de futbol,
y llegó a la puerta que abrió. Tras eso, se sentó en el marco y cruzó las
piernas.
Y ahí se quedó.
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