sábado, 14 de junio de 2014

Su casa estaba ideada para soportar esta clase de situaciones. El primer piso tenía los espacios comunes, y el segundo, las habitaciones individuales y el cuarto de baño. Las piezas se encontraban seguidas, unidas por una pared intermedia que imposibilitaba el aislamiento de la central donde dormía quien complicaba la pseudo pacífica situación familiar. El joven, dos años mayor que ella, había perdido el camino desde que su padre comenzara con sus idas y venidas casi naturales. Andrea lo asumía con la tranquilidad necesaria, porque sabía que si reflexionara igual que su hermano, sería ella la que seguramente estaría al centro del hogar. La sangre goteaba del brazo de su hermano mayor desde un corte perpendicular. “Ha sido para llamar la atención”, pensó, y juró que se burlaría en su cara cuando una nueva marca en su muñeca apareciera. Pero no era el momento, y a falta de unos padres que por trabajo se encontraban ausentes, fue ella la que tuvo que tomar la toalla y presionar hasta que lo terrible terminara. La sangre no le molestaba, pero no quería soportar con la actitud inmadura de alguien que tendría que ser su soporte, su pilar. Ese era el motivo por el cual esa casa no podía cumplir el rol de protección y descanso. Parecía que el confort que siempre esperaba sentir al entrar día tras día desde la pesadilla llamada “mundo exterior” se volaba a través de las ventanas abiertas. Así que ahí estaba, siendo el apoyo para ese mar de lágrimas autoculpables luego de un día especialmente agotador.

Ahora que lo pensaba, ni la casa apoyaba a ese hermano suyo. No hacía que sus padres llegaran ni que la sangre no manchara. Solo podía significar una cosa: ese lugar tampoco la quería.

Tras todas las lágrimas y el agotamiento de la pérdida que ya se había estancado por suerte, Andrea ayudó al suicida a recostarse en la cama para que durmiera un montón. Lo arropó con las mantas y no se dirigieron palabra alguna, lo que ya sucedía desde la segunda vez que esta situación se había repetido.
Salió de la habitación y no cerró la puerta, cuestión que era regla. Bajo las escaleras lentamente y sin hacer ruido. Pasó por el baño para lavarse las manos, la cocina que no preparaba nada, el comedor que solo se ocupaba los fines de semana, el salón de estar que se mantenía impoluto incluso los días de futbol, y llegó a la puerta que abrió. Tras eso, se sentó en el marco y cruzó las piernas.


Y ahí se quedó.

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